Soy Manuel Delgado Tenorio. Me dedico al marketing y la tecnología desde hace más de 20 años. Aquí hablo de Customer Analytics, Machine Learning, datos, MarTech y otros temas que me interesan.

TL;DR

Medium ofrece una plataforma de publicación muy limpia, cómoda y eficaz, con un resultado visual muy atractivo; sin embargo, para quienes escribimos en castellano no ofrece, actualmente, una capacidad de amplificación de la audiencia que lo distinga de cualquier otra plataforma de publicación sencilla.

En mi caso, por tanto, la pérdida de control sobre mis contenidos y presencia en la web que supone publicar en Medium no se compensa con las ventajas que ofrece.

Siempre he sido un firme defensor de eso que llamo “construir tu propia casa en Internet”, en referencia a lo conveniente que resulta mantener tu presencia en Internet en un lugar del que tengas el control absoluto, como tu propio blog bajo un nombre de dominio de tu propiedad.

Sin embargo, creer firmemente en ese concepto no me ha impedido, a lo largo de los años, probar cosas de lo más diversas. Mi intento más reciente ha sido publicar unos pocos artículos en Médium para verificar si su promesa de amplificación del alcance era real y me merecía la pena sacrificar control e independencia a cambio de mayor audiencia.

El resumen de lo que he aprendido: no, no merece la pena.

Al menos, no en mis circunstancias. Como siempre, “Your mileage may vary”.

Qué prueba he hecho en Medium

La prueba ha consistido en publicar los artículos que he escrito en los últimos meses allí, en Medium, en lugar de aquí, en mi blog, y observar si su rendimiento era sustancialmente distinto de lo que estaba consiguiendo recientemente.

No ha sido así, en absoluto. Ni las cifras absolutas de visitas e interacción ni el análisis de las fuentes de tráfico me han indicado que Medium estuviera sirviendo para amplificar el alcance de esos contenidos. Al menos, no de una manera apreciable.

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Hace ya unos cuantos años, me tocó vivir la irrupción a gran escala del agilismo en la industria del desarrollo de software en España. En poco tiempo, el agilismo pasó del desprecio y la sospecha al más puro mainstream. Tanto es así que, ahora mismo, ya hay un buen número de desarrolladores de software que no han conocido otra manera de llevar a cabo su trabajo.

Después de esa etapa, me acerqué profesionalmente al mundo de las startups. Aquí, conceptos como Lean Startup son imperantes. Aunque no están directamente relacionados, agilismo y Lean Startup comparten un mismo esquema mental, con conceptos subyacentes como:

  • no podemos saberlo/planificarlo/estimarlo todo de antemano
  • cuanto antes empecemos a generar productos reales, aunque parciales, antes podremos validar si son lo que el negocio necesita
  • si vamos a equivocarnos, mejor hacerlo lo antes posible, para poder corregir el rumbo mientras aún haya oportunidad

El agilismo no ha llegado a todos los ámbitos por igual

Con esas dos etapas a mis espaldas, uno corre el riesgo de pensar que ya todo el mundo tiene interiorizada esa forma de afrontar los proyectos… pero nada más lejos de la realidad.

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Gemma Muñoz, de «El arte de medir», tuvo el detalle de invitarme a su podcast.

Pasamos un buen rato charlando sobre la situación actual del aprovechamiento de los datos de marketing en las empresas; también, de las Customer Data Platforms y de cómo puede una empresa darle la vuelta a su situación actual y comenzar a recopilar, procesar y activar sus datos de marketing de forma satisfactoria.

No te lo pierdas:

 

El jueves, tuvimos una nueva reunión del “Club de Ventas B2B” de Google for Startups – Campus Madrid. Para romper el hielo, hice una presentación del libro “The Challenger Sale”. Como quizá le interese a alguien más, voy a hacer aquí un resumencillo de la charla.

The Challenger Sale” se publicó en 2011 y, desde entonces, está teniendo un fuerte impacto en el modelo de ventas de las principales compañías.

A su alrededor ha surgido un ecosistema de formadores, conferenciantes y consultores que están ayudando a darle notoriedad a la propuesta que el libro contiene.

Como a todo libro de gestión, a “The Challenger Sale” le sobran, sin exagerar, la mitad de sus 240 páginas. Quizá más.

Pero, aun así, su contenido merece la pena. De verdad.

Entremos en materia: los autores hicieron un estudio en el que identificaron una serie de habilidades, aptitudes y actitudes que definían varios “tipos” o “estilos” de vendedores en el ámbito B2B.

Resumen y análisis del libro "The Challenger Sale"
Los cinco estilos de venta detectados

La tesis principal del libro es que, en el actual entorno de venta de soluciones complejas, el estilo de ventas que todos tenemos en la cabeza como el más eficaz ya no lo es: lo podían haber titulado “El ocaso del constructor de relaciones”.

Lo de las relaciones en las ventas es un mantra que aceptamos sin ponerlo en duda. A ningún vendedor/a le miran mal en una entrevista de trabajo por decir “mi principal fortaleza es establecer relaciones duraderas con mis clientes”.

Y, ojo, los autores del libro (y los defensores de su modelo, entre los que me encuentro) no ponen en duda el valor de las (buenas) relaciones con los clientes. La clave está en que ese perfil que ellos llaman “Constructor de relaciones” tiene como objetivo hacer que esa relación perdure en el tiempo. Su prioridad está en la relación, no en la venta, así que tratará de hacer lo posible para que la relación siga adelante, incluso aunque eso reste eficacia o rentabilidad a sus esfuerzos de venta. Adopta mentalidad de servicio.

Ante una tensión o un conflicto en la relación, el perfil “Constructor de relaciones” busca resolver el conflicto, rebajar la tensión. El perfil “Challenger” crea tensión de forma constructiva. Pone el foco en el valor para el cliente, no en su comodidad.

Si nos lo traemos al terreno de lo práctico, este libro es un mazazo en la cabeza de ese estilo de ventas basado en llevarte a comer a los clientes, invitarles a jugar al golf a sitios majos y retorcer las operaciones de tu empresa para ajustarlas a sus caprichos.

En esta línea, quizá te interese escuchar el podcast que grabamos con @Recuenco hace unos meses y en el que arremete de lleno contra esa forma de trabajar.

Y, entonces, ¿qué es lo que define al “Challenger”, según el libro? Principalmente, estas seis cosas:

Análisis del libro "The Challenger Sale"
Los seis atributos principales del vendedor “Challenger”

Pero, en realidad, los y las Challengers se distinguen de los demás por su capacidad para hacer tres cosas: educar, personalizar y tomar el control

Los seis atributos del vendedor "Challenger" se condensan en tres aptitudes - Análisis del libro "The Challenger Sale"
Los seis atributos del vendedor «Challenger» se condensan en tres aptitudes

Muy importante: cuando hablamos de “educar” no hablamos, simplemente, de ir a contar cosas interesantes al cliente. Hablamos de enseñanzas valiosas y novedosas que les ayuden a competir mejor en su mercado.

Y, además, esos aprendizajes deben guardar relación con tu offering porque no se trata de descubrirle las maravillas que hay en tu mercado y largarte de allí (estarías trabajando para tus competidores), sino de poner en relación esas enseñanzas con tus fortalezas y pintar un camino hacia la solución del problema basado en tus capacidades.

A eso es a lo que los autores llaman “Teaching for Differentiation”. Y eso hay que combinarlo con el “Tailoring for Resonance”, es decir, con la capacidad de adaptar y personalizar tu argumentación al máximo nivel posible, para lograr que tu cliente se vea identificado en tu discurso, alcanzando un impacto emocional.

Y no olvidemos la tercera característica: “Take Control of the Sale”. De nada vale tener al cliente a punto de caramelo si no se le demuestra cómo tu propuesta de valor es la solución al problema y se logra pasar a la acción.
Sobre esto del “Take Control”, también es muy importante en el perfil “Challenger” el no tenerle miedo a hablar de dinero.

Si recuerdas, el Challenger se obsesiona con el valor para el cliente así que, llegada una discusión sobre el precio, el Challenger no trata de desactivar la tensión cediendo y dando descuentos, sino demostrando el valor de su solución y su impacto en el negocio del cliente.

Con todos esos elementos, los autores del libro describen un “Commercial Teaching Pitch” que adopta esta forma:

Libro "The Challenger Sale" - El pitch basado en "Teaching for Differentiation"
El pitch basado en «Teaching for Differentiation»

Para entenderlo bien, os recomiendo leer el libro. Muy resumido, veréis que todo gira alrededor de una fase en la que hay que remar contra corriente: no consiste en que el cliente te dé la razón a todo, sino en hacer que se tambaleen sus creencias sobre su mercado y su negocio.

Hay que hacer que se sienta incómodo y que vea la que se le viene encima. Recuerda: “Challenger” no consiste en desactivar la tensión, sino en crearla de forma constructiva. “Business as usual” es una mierda. Aquí hablamos de “Disrupting Business”.

No me voy a alargar mucho más. Merece la pena leer el libro, así que lánzate.

Sólo un apunte importante: los autores defienden que esto del “estilo Challenger” no es una habilidad innata. Demasiado a menudo, creemos que hay personas que llevan esto de las ventas en la sangre.

Me atrevo a decir que todos ellos son “Relationship Builders” que se limitan a aprovechar su carácter para llevarse bien con gente. Como hemos dicho, en nuestro entorno actual la eficacia de esa forma de vender va en drástico descenso.

El Challenger, en cambio, no nace, sino que se crea. Se forma. Y, además, no trabaja solo: para que un Challenger tenga a su disposición todo el conocimiento, datos y documentos que necesita, debe existir una estructura interna que le dé soporte.

Resumen de "The Challenger Sale" - Los principios básicos del modelo de ventas Challenger
Los principios básicos del modelo de ventas Challenger

La última parte del libro se dedica específicamente a eso: a cómo implantar el modelo de ventas Challenger en una organización (tirando a grande). Si te mueves en un entorno pequeño, tendrás que adaptar mucho de lo que ahí se dice.

Pues eso, que os leáis el libro. Como mínimo, hay que usarlo para reflexionar sobre cómo abordamos nuestras ventas y sobre si estamos yendo por un camino, el clásico, que pierde más eficacia cada día.

P. D. — Aquí, el libro en Amazon, por si eres tan vago o vaga que no lo quieres ni buscar: http://amzn.eu/d/9BI71fy

Tengo la impresión de que vivimos un repunte del uso del indicador Net Promoter Score (NPS). Tras un pico de popularidad a mediados de la década pasada, el NPS perdió fuelle durante unos años.

Sin embargo, recientemente, el NPS ha vuelto a protagonizar muchas conversaciones a mi alrededor: desde proveedores de servicios que lo destacan en su portfolio hasta clientes que re-indexan todos sus objetivos para basarlos en la mejora del NPS. Un auténtico resurgimiento, vamos.

En cierto modo, ver que las empresas se preocupan por el NPS es positivo: es una señal de que, quizá, les interesa la salud de la relación con sus clientes. Todo lo que sea preocuparse por dar una mejor experiencia debería ser bienvenido, así que sí, bien, fantástico…

O no.

Sería fantástico si no fuera porque el Net Promoter Score es un indicador muy mejorable que, además, se suele implantar muy mal.

De qué estamos hablando: cómo “funciona” el NPS

Vamos, en primer lugar, a describir el NPS, para que todos hablemos de lo mismo.

Seguro que te ha pasado cientos de veces: compras algo en un comercio online y, al terminar el proceso, la web te hace esta pregunta:

Típica encuesta de Net Promoter Score (NPS)

Los negocios offline también la usan: típicamente, te llaman o te mandan un email, pasados unos días.

Esto es muy común, todos lo conocemos. Lo que no es tan habitual es saber que, en esa escala de 11 números, no todos cuentan igual:

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En cierto modo, envidio a quienes tienen una opinión clara y monolítica sobre las protestas de los taxistas contra las grandes compañías de VTC. Este es un problema complejo y, en mi cabeza, los problemas complejos no aceptan opiniones sencillas.

Así que si buscas aquí una opinión que sea «esto de aquí es caca» o «lo de allí es lo único bueno», te equivocas de lugar.

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Nunca he usado Uber. Es una marca que no me cae simpática. Incluso aunque el modelo de negocio que se han visto obligados a adoptar aquí sea bastante “convencional”, lo que conozco de ellos me provoca rechazo.

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Usé Cabify con intensidad durante un tiempo. Estaba a gusto con el servicio, pero dejé de usarlo porque protesté por un cargo que consideraba inadecuado y no me gustó su respuesta.

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Desde que salió, uso mucho mytaxi. En alguna temporada lo he usado tanto que tengo estatus de cliente VIP desde 2013. Estoy muy contento con la combinación de la app con la selección de los taxistas y la exigencia en la calidad del servicio. En todo este tiempo, sólo he tenido que protestar una vez; fue por el pestazo a sobaco del conductor.

Antes de eso usaba Radioteléfono-Taxi (con intensidad suficiente como para recibir su felicitación navideña durante años), pero la app de mytaxi y su selección de taxistas han provocado que lleve cinco o seis años sin llamar al 915478200 (aún me lo sé de memoria).

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De lo anterior, se desprende que soy mucho más de taxi que de VTC. Sin embargo, me disgusta mucho la experiencia de parar un taxi en la calle.Es una ruleta a la que no me gusta jugar, porque suelo perder. El taxi aleatorio suele ser una experiencia desagradable: timos, suciedad, antipatía… parecen lugares comunes, pero son una realidad demasiado frecuente. Incluso estando en la calle, prefiero pedir un mytaxi, porque la experiencia es mucho más previsible.

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Ahora que empiezan a dar cobertura a mi barrio, seguro que se incrementará el uso que hago de servicios de coche compartido.

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A menudo, se dice que la tecnología “digital” está acabando con el taxi tradicional. No creo que sea exactamente así. La ubicuidad de los móviles y sus apps, junto con las tecnologías que hacen posibles las flotas de coches compartidos, son sin duda la puntilla del sector del taxi, pero su ocaso comenzó mucho antes: a medida que tener coche se ha convertido en algo de lo más normal y las redes de transporte público se han convertido en algo decente.

Los primeros taxis surgieron en una época en la que un coche era un auténtico lujo. Para fomentar que existiera una flota de coches de servicio público que ayudara con la movilidad en la ciudad, se optó por la fórmula de una concesión vitalicia (y, habitualmente, transmisible) y de un compromiso de limitación de la oferta, para asegurar un medio de vida adecuado a quien hiciera el esfuerzo de invertir en un coche.

Eso podía tener sentido en la primera mitad del siglo pasado y, quizá, hasta los sesenta, pero en 2018 es hora de que nos planteemos seriamente el papel de servicio público que tiene el taxi en ciudades como Madrid (el escenario puede ser distinto en, por ejemplo, lugares más pequeños).

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Si el acceso al negocio del taxi ya no es algo que haya que incentivar tanto, sólo el interés económico de los actuales concesionarios (o “propietarios”) de licencias hace que no se otorgue una nueva licencia de taxi a todo aquel que la solicita. La regulación podría limitarse a lo relacionado con las tarifas máximas, la habilitación profesional, la calidad del servicio y la protección del consumidor.

Otra alternativa es seguir manteniendo la limitación de la oferta (hasta donde las obligaciones liberalizadoras de la UE lleguen a permitir) pero quitando a las licencias su carácter transmisible.

En cierto modo, la aparición de las plataformas de VTC es una demostración de que la barrera de acceso a la profesión es, en la actualidad, absolutamente artificial y contraproducente: hay miles de personas que, en cuanto han tenido la posibilidad, se han dedicado a la profesión de cuasi-taxista, muchos de ellos haciendo frente a la inversión en el vehículo (en esto último, hay de todo, cuidado).

La escasez artificial de licencias ya no se justifica desde la perspectiva del servicio público porque, paradójicamente, la principal inversión que tiene que afrontar el taxista es la propia licencia, muy por encima de la inversión en el (primer) vehículo.

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Actualmente, para un gran número de usuarios de taxi (en Madrid), la principal necesidad que solventa un taxi no es la del acceso a un coche, sino la de evitar tener que aparcarlo al llegar a su destino.

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Desde el punto de vista del cliente, no es cierto que sobren taxis (en Madrid). A diario, hay zonas y franjas horarias en las que conseguir un taxi es muy difícil. Ni siquiera la entrada de los VTC ha logrado compensar esos picos de demanda.

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Desde la perspectiva del interés general, el foco de las administraciones debería estar en la mejora de las redes de transporte público colectivo, no en el mantenimiento sine die del sector del taxi.

El transporte público colectivo es socialmente solidario y eficiente tanto en su faceta ecológica como de aprovechamiento de la capacidad de las vías. El taxi y el VTC no son nada de esto.

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La escasez artificial de licencias y su carácter transmisible no produce solo desventajas. Como taxista no te haces millonario, pero tienes un medio de vida que proporciona unos ingresos decentes y previsibles. Puedes pensar en el largo plazo. Eso permite mantener unas tarifas razonablemente bajas.

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Cabría preguntarse si las tarifas podrían bajar todavía más si los taxistas no tuvieran que endeudarse en (hasta) 150.000 euros para comprar la licencia. El precio de la licencia puede igualar o superar la inversión en coches que tiene que hacer el taxista a lo largo de toda su vida profesional y, además, debe afrontarla al inicio de su carrera, cuando todo es más cuesta arriba.

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Cuando montamos nuestra actual empresa, mi socia y yo nos pasamos por Avalmadrid para informarnos. Una de sus líneas más activas resultó ser la de avalar préstamos para la compra de licencias de taxi. Aún no he salido de mi asombro.

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Si desaparece el modelo del taxi como lo conocemos ahora y es sustituido, sin más precauciones, por Uber, Cabify, Lyft o quien se sume a la fiesta, lo más probable es que las tarifas suban.

Resulta contraintuitivo porque la teoría dice que más competencia es igual a precios más bajos, pero el modelo de empresa de las VTC actuales no es igual que el modelo de empresa del taxi actual, así que no es tan sencillo.

En el taxi, la tarifa tiene que pagar los costes de explotación (combustible, seguros…), la recuperación de la inversión (coche, adaptación, licencia) y debe dejar como margen un sueldo adecuado para el taxista.

En el caso de la VTC, tienes casi todo eso (quitas la licencia y gran parte de la adaptación) y le tienes que sumar también los costes de estructura, el margen que requiere la empresa para seguir creciendo y siendo competitiva y, no nos olvidemos, el beneficio que esperan obtener los inversores.

Esos inversores han metido mogollón de dinero en un negocio con un alto nivel de incertidumbre, por lo que esperan altas rentabilidades y las esperan en un plazo mucho menor que el taxista.

Así que, NECESARIAMENTE, si aspiran a ser rentables para sus accionistas esas grandes compañías tienen que generar ingresos mucho mayores que los del sector del taxi, en menos tiempo.

Para lograrlo, hay varias vías: mucho mayor volumen de servicios, costes mucho menores y/o precios mucho más altos. La combinación más sencilla de poner en práctica es la de las dos últimas.

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El sector del taxi es un sector bastante descentralizado, por traer a la conversación uno de los conceptos de los que más se habla ahora. Las grandes compañías globales son lo contrario, al menos en lugares en los que se les obliga a adoptar forma de empresas de VTC.

A diario se exponen motivos por los que los esquemas descentralizados son preferibles a los centralizados. ¿Por qué no se aplican los mismos argumentos al sector del taxi?

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Es paradójico que haya quienes defienden que es innecesario llevar traje y corbata para ir a la oficina y, a la vez, que los conductores (hombres) de taxis deben vestir con traje y corbata. Si llevar traje y corbata a la oficina es incómodo y no dice nada sobre tu valía profesional, ¿por qué para un taxista no es incómodo o sí dice algo sobre la calidad de su servicio?

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Los Cabify y similares han sabido jugar muy bien con el tema de hacerte sentir como un marqués por menos de veinte euros. Nada como hacerle cosquillas al ego.

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En esta situación de cambio y de incertidumbre, los taxistas no son capaces de imaginar el daño que les hacen las imágenes de las agresiones, los coches volcados y los atascos provocados a mala leche. La erosión de la “marca taxi” es brutal y el argumento de “son una minoría” no funciona para amortiguarla.

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Desgraciadamente, da igual si un taxi concreto está reluciente, quien conduce está aseado y se comporta con normalidad, cuenta con wifi, periódicos, pantallas, agua y aire acondicionado en su punto justo. Si la “marca taxi” se deteriora por ese 80% que no son así, los esfuerzos de quienes sí quieren preocuparse por el cliente sirven de muy poco para conseguirles más negocio.

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No he mencionado ni una sola vez al vehículo autónomo. Es algo que llegará, pero que aún no está aquí. Entre hoy y la ubicuidad del vehículo autónomo, hay una realidad a la que prestar atención. El discurso de “esto se va a acabar cuando llegue el coche sin conductor”, por cierto que sea, no aporta nada a la resolución del problema de hoy.

¿Qué es más importante, la idea* o la capacidad de ejecución?

Esta pregunta, inocente en apariencia, suscita multitud de discusiones en el mundillo empresarial, sobre todo en el submundillo startupero.

Estoy convencido de que se trata de un falso dilema.

Primero, porque tener las dos en su máxima expresión es lo ideal: una gran idea y una gran capacidad para llevarla a cabo.

Segundo, porque el máximo desequilibrio tampoco es deseable: es improbable que salga algo bueno de juntar una idea pésima con una sublime capacidad para hacerla realidad.

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Hace tres o cuatro semanas, decidí que se acabó.

Se acabó una costumbre que he ido desarrollando a lo largo de los últimos años y que me dificultaba concentrarme y aprovechar bien mi tiempo, tanto el de ocio como el de trabajo.

Esa costumbre consistía en llenar cualquier momento no específicamente ocupado por otra cosa con un vistazo a las redes sociales en las que tengo presencia.

Mandaba un email. Vistazo a las redes sociales.

Colgaba una llamada. Vistazo a las redes sociales.

Momento aburrido en la película. Vistazo a las redes sociales.

Momento de tranquilidad y placidez en la butaca. Vistazo a las redes sociales.

Momento cualquiera. Vistazo a las redes sociales.

Vistazo a las redes sociales. Vistazo a las redes sociales.

Así contado, quizá no parezca particularmente preocupante. Y, a ver, no nos engañemos: no estamos hablando de un problema grave de salud. Es, simplemente, una costumbre estúpida: demasiadas veces, me he descubierto abriendo una nueva pestaña de navegador y visitando Twitter o Facebook o LinkedIn para darme cuenta de que no había cambiado nada porque… no hacía más de 10 segundos desde mi visita anterior.

No he llegado a cuantificar cuántas veces a lo largo del día podía hacer el ciclo de «enciendo el teléfono, abro el navegador, voy a Facebook, miro las notificaciones, me muevo un poco por el timeline, cierro el navegador, abro la app de Twitter, me muevo un poco por el timeline, miro las notificaciones, cambio a la app de LinkedIn, miro las notificaciones, me muevo un poco por el timeline, apago el teléfono«.

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